Miguel Ángel Asturias.
Entre las cuatro grutas sin
salida, la del viento, caverna agujereada, la de la tempestad, socavón de fuego
y tambor de trueno, la de los despeñaderos de aguas subterráneas, cueva de cristalerías,
la de los ecos, axila de guacamayas azules; entre las cuatro grutas sin salida,
el llueve pies y pies y pies alucinantes de Tamachín y Chitanam, Matachines de
Machitán.
—¡No murió! ¡No murió...! —Gritaban
los Matachines yendo de una gruta en otra a perder sus voces.
¡No murió! ¡No
murió...! —cada vez más recio el llueve pies y pies y pies de su danza
frenética—.
¡Y si murió... —blandían los machetes—, si murió, lo tenemos
jurado, moriremos nosotros, Matachines de Machitán!
Temerarios, lluviosos de
amuletos, enlagrimados de vidrios, lágrimas de colores, cubiertos de tatuajes
embriagadores pintados con sustancias que se sorbían a través de la piel,
llevaban sus cabezas de un lado a otro, de un hombro a otro, negando, negando
que hubiera muerto, negándolo con la
oscilación de dos péndulos sincronizados, ¡no! ¡no! ¡no!, mientras arreciaba el
llueve pies y pies y pies de su danza suicida.
—¡No murió! ¡No murió...! —las
cabezas de un lado a otro, de un hombro a otro, ya no péndulos, badajos
enloquecidos de campanas tocando rebato, resonantes las tobilleras de cuero de
retumbo, tempestuosos sus brazaletes de metal de trueno, duros para golpear la
tierra y que la tierra oyera—. ¡No murió! ¡No murió! —duros para golpear el
cielo y que el cielo oyera—. ¡No murió! ¡No murió! —la tierra con los talones,
lluvia de pies y pies y pies, y el cielo con sus gritos.
Y si hubiera muerto... —no, no,
no...— lluvia de pies y pies y pies, seguía su danza, si hubiera muerto, lo
tenían jurado, jurado con sangre, Tamachín mataría a Chitanam y Chitanam a
Tamachín, en la plaza de Machitán. Matachines al fin.
Y si no cumplían, si no escampaba
el llueve pies y pies y pies de su danza, el latigueo de sus cabezas que
negaban y negaban que hubiera muerto, si no cumplían, si Tamachín no mataba a
Chitanam y Chitanam a Tamachín, en la plaza de Machitán, la tierra abriría sus
fauces y se los tragaría.
Lluvia de pies y pies y’ pies...
seguían danzando... danzar o morir... pies y pies y pies... las cabezas en
vaivén... pies y pies y pies... en vaivén las ajorcas de gusanos de luz... en
vaivén las quetzal picaduras que guardaban sus sienes sudorosas... en vaivén la
tierra que cuereaban cada vez más duro... pies y pies y pies... en vaivén el
cielo que golpeaban con sus manos de tempestades empuñadas...
Danzar o morir... pies y pies y
pies... lluvia de pies y pies y pies... danzar o matarse... lo jurado,
jurado... Una estrella-anda-sola se desprendió del cielo parpadeante y se
deshizo en polvito luminoso antes de llegar a los últimos celajes de la tarde
derramada como sangre alrededor de los Matachines que seguían danzando,
negando.
Se salvarían. Levantaron los
machetes para saludar a la desaparecida anda-sola. Podían romper el juramento
que los ataba y dejar el llueve pies y pies y pies con que machacaban la
distancia de la vida a la muerte, en la más rabiosa de las danzas.
Romperlo, no. Esa anda-sola que
rayó el cielo convertida al caer en rápida lagartija que corría a ras del agua,
les anunciaba que podían desatarlo, sin cortarse de la nariz la flor del aire.
¿Desatar su juramento?
Invocaron el favor del viento,
pero nadie contestó, en la gruta agujereada, nadie en la gruta de los tambores
de la tempestad, nadie en los despeñaderos de aguas subterráneas ni en la axila
de las guacamayas azules.
Sólo se oía la lluvia de las
gotas caídas de las hojas, esa lluvia que las nubes depositan en las copas de
los árboles, para que llueva después del aguacero. Y esas gotas hablaban.
Debían ir muy lejos a desatar su
juramento. Allá donde van y vienen los que van y vienen sin saber que van y
vienen. Eso que llaman las ciudades. En una de estas ciudades preguntar por la
casa de la Pita-Loca, llena de mujeres y escoger a la que tuviera el mañana en
los ojos el hoy en los labios y el ayer en los oídos. Dejaron el llueve pies y
pies y pies de su danza suicida, pies más en el aire que en la tierra, tocar la
tierra era para ellos palpar la muerte, y empezó el llueve pies y pies y pies de
los caminos. El tiempo de enfundar sus machetes en la vaina de las cabalidades.
Cabal, machete, solo en tu vaina. Pero, cómo reconocerían la casa de la
Pita-Loca. No era difícil. Por las falomas que ostentaba en puertas y ventanas,
marcadas a fuego con yerro de herrar bestias.
Del llueve pies y pies y pies de
su danza suicida al llueve pies y pies y pies de los caminos. Huían negando que
hubiera muerto. Pero de quién huían si iban juntos. Tamachín con Chitanam,
¿Chitanam huyendo de Tamachín? Chitanam con Tamachín, ¿Tamachín huyendo de
Chitanam? lluvia de pies y pies y pies a lo largo de noches de alta mortandad
de estrellas, a través de bosques de inmensa mortandad de seres, dejando atrás
soles e inviernos, mortandad de nubes, por momentos esperanzados, abatidos otros,
temerosos siempre de no dar con la casa de la Pita-Loca y menos con esa mujer de
ayer, hoy y mañana, y que aquella demencial carrera... pies y pies y pies...
pies y pies y pies... terminará en la plaza de Machitán, en un duelo a punta y
filo de machete, en que los dos tendrían que matarse, matachines al fin, a los
gritos de ¡Tamachín-chin-chin, matachín!
¡Chitanam-tam-tam, Machitán! ...
— ¡Luces! ¡Luces... —gritó
Chitanam.
Tamachín lo confirmó al asomar
entre niebla de frio caliente a lo alto de un cerro, añadiendo:
—No son luces, son los pies
iluminados de la ciudad... andan, corren, se juntan, se separan...
— Esperaremos el día — propuso
Chitanam, pronto a sentarse, en una piedra.
— No podemos esperar —advirtió
Tamachín—, si murió no; podemos esperar...
—Ganar tiempo...
—Contra la muerte no se puede
ganar tiempo, vamos...
—¡Y ser todos los demás que
soy!... —se quejó Chitanam y sin soltar el paso— : ¡La noche encendida, los
dioses encendidos, podrían cantar, reír, doblar los dedos o lanzarlos como
agujas de brújulas con uñas hacia la casa de la Pita-Loca!
El pinta-pájaros, pinta-nubes,
pinta-cielos, pinta-todo —pedazos de aurora... pedazos de sueño...
— les
sorprendió en la ciudad que despertaba sobre cientos, miles, millones de pies y
pies y pies.
Tantas gentes van y vienen, vienen y van, sin saber si van o
vienen, que es más lo que se mueve que lo que hay fijo en las ciudades. Pies y pies
y pies, los de todos y los de ellos que por calles y plazas buscaban la casa de
la Pita-Loca.
Y a llegar iban, a la vista las
falomas de sus puertas y ventanas, cuando .les sorprendió el paso de un
entierro.
Sin consultarse, casi
instintivamente, agregáronse al conejo y siguieron tras el féretro hasta el
cementerio, silenciosos, compungidos, no sabiendo cómo esconder los machetes,
la cabeza de un lado a otro sobre cóndilos recónditos para negar la muerte.
Al concluir el sepulturero su
faena, caláronse los sombreros y a la calle. Debían llegar lo antes posible a
la casa de la Pita-Loca en busca de aquella que tenía labios untados de
presente, música antigua en los oídos y ebriedad de futuro en las pupilas. Pero de la puerta del cementerio se
regresaron. Otro entierro... y otro... y otro. Esa mañana se les pasó enterrando gentes. No
podían evitarlo, sustraerse a su naturaleza que les empujaba a seguirlos
cortejos fúnebres al paso de los enlutados deudos, sin dejar de repetir, la
cabeza de un lado a otro: no murió... no murió...
Qué hacer... Huyeron del
cementerio a través de un barranco. Buscarían llegar a la casa de la Pita-Loca
por una calle poco frecuentada o mal frecuentada, por donde nadie querría que
pasara su muerto.
Pero criando ya tocaban fondo en
aquella inmensa olla de árboles y peñascos, helechos, orquídeas, reptiles, en
un recodo de la vereda que corría al par de un riachuelo por un lodazal de
luto, encontraron un grupo de campesinos que subían con el blanco ataúd de una
doncella. Y allá van los Matachines de regreso, con el corazón que se les salía
contemplando aquel estuche de nieve que encerraba el cuerpo de una virgen. En
el jadeó de la cuesta, silencio de pájaros y hojas se les oía repetir, si casi
lo decían con la respiración... no murió... no murió...
Esperaron que anocheciera. De
noche no hay entierros. Inexplicable. Un cigarrillo tras otro. Inexplicable.
Estupidez municipal. Llevar uno su muerto chocando contra la luz del día cuando
sería más íntimo cruzar la ciudad a medianoche, entre las luces de las calles
en procesión de cirios o de antorchas, el silencio majestuoso de las plazas y
el recogimiento de las casas cerradas.
La casa de la Pita-Loca, desván
de mujeres que se ofrecían en los espejos, apenas formas de humo de tabaco,
fantasmas de carne y pelo color de yema de huevo por las luces amarillentas,
uñas de escama de pescado y cejas postizas, anzuelos que al no pescar goteaban
llanto, estaba llena de borrachos que hacían combinaciones enigmáticas de
apetitos y caprichos, hasta encontrar, si no el ideal de su tipo femenino, el
que más se acercaba a su deseo. Todas tenían un pasado vivido y un pasado
remoto de diosas, sirenas, madonas... como hacerle fondo de ojo al mar... lo
propio en la mujer es el mundo pretérito e en que vive y que a veces disimula,
aventura del disfraz, con el traje que la vista de presente.
La mujer que buscaban los
Matachines en casa de la Pita-Loca, Tamachín se adelantó a Chitanam, Chitanam a
Tamachín y al fin entraron juntos, arrebatándose la palabra para describirla,
decía tener música antigua en los oídos, pero sólo en los oídos, reír, hablar y
besar en presente, a pesar de ser vieja toda dentadura de marfil, y foguear sus
pupilas hasta limpiarlas de lo cotidiano para ver el mañana.
La Pita-Loca, oropendientes en
las orejas, masapanes de perlas en el pecho, dedos encarcelados en anillos de
piedras de colores, verdes, rojas, amarillas, violetas, negras, azules,
tornasoles, les puso a prueba lanzándoles preguntas que no por inesperadas podían
dejar de responder los Matachines, pues era cerrarse las puertas y no encontrar
a la mujer que buscaban, aquella que tenía el ayer en los oídos, el hoy en los
labios y el futuro en los ojos.
—¿Quién de los dos sabe bailar
con zancos? —preguntó aquélla.
—Los dos —se adelantó Tamachín—,
pero no sobre zancos, sobre las tetas de las diosas...
—¿Saben alguna oración secreta?
Sabemos, ya lo creo que sabemos
oraciones secretas —contestó Chitanam y tras un breve y calculado silencio alzó la voz—: ¡Dioses...
Dioses... Dioses de ojos con agua, manos gastadas en la siembra, exactos en la
cuenta del tiempo...
—Y andan buscando... —le cortó la
Pita-Loca—, andan buscando a Nalencan...
Ambos callaron y aquélla se dijo,
los atrapé.
—No, señora... —movió la cabeza
Tamachín y Chitanam añadió:
—Desde luego que no. ¿Quién se
preocupa por Nalencan en las ciudades? Nadie.
Ni tiene resplandor de relámpago
ni ensordece con el retumbar de los cielos. No así allá en Machitán, donde la tempestad, la temible
Nalencan se desploma apocalíptica entre tronos, truenos y dominaciones...
—Buscamos — intervino Tamachín —
a la mujer de ayer, hoy y mañana...
La Pita-Loca encogió los dedos,
patas de arañas de colores, araña de brillantes, esmeraldas, rubíes, amatistas,
turquesas, ópalos, topacios, zafiros, cada mano, y frunció las cejas de humo
triste.
—No la hemos enterrado. La
tenemos para dientes que como a ustedes, les gusta la mujer rígida y fría,
totalmente fría, a temperatura de cadáver.
—¿Muerta? —preguntaron al mismo
tiempo los Matachines, sintiendo junto a ellos algo que habían olvidado, la
presencia del machete.
—Congelada. No era linda, pero no
era fea. Los ojos achinados como de cocodrilo, respingona la nariz, el pelo
lacio...
—¿Muerta? — repitieron aquéllos
su pregunta.
—Sí, se suicidó, el suicidio es
la muerte natural aquí en la casa. Pero si quieren estar con ella, siempre la
tenemos preparada en su lecho funeral, olor a flores blancas y a ciprés, a
jazmín e incienso... hay hombres que les gusta la carne fría... el amor en el cementerio...
hacer su maña entre cuatro cirios...
—No, no, no murió... —insistían
los Matachines sudando el frior acuoso de la angustia en los huesos.
—Aaaa...cabáramos, los señores
son de los que creen, o lo oyeron decir aquí en la casa... La servidumbre
cuenta que la bella de Machitán, así la llamábamos, se levanta de noche. Los
muertos que sueñan que no están muertos son los que deambulan fuera de sus
tumbas. Pues la bella, sueña que está viva, y anda por aquí, por allá, abriendo
y cerrando las puertas. Lo brutal es que cuando un hombre la posee parece que
revive y a pesar de su rigidez cadavérica, adquiere movimientos de esponja.
Pero los estoy aburriendo con mis tonterías. ¿Quieren estar con ella?... Puede
ir uno, primero, y otro después o si prefieren vayan los dos juntos...
—Debemos sacarla de aquí...
—Imposible. Por ningún dinero. Es
tradición, y mi marido era inglés, un ex pirata, aunque a él no le gustaban los
«ex», que mujer que entra en casa de la Pita-Loca, no sale ni muerta, pues aun
muerta sirve para que se den cuerda perversos y degenerados...
—Esa mujer tenía —las palabras
caían de los labios de los Matachines, que no realizaban cabalmente lo
sucedido, como alas de hormigones viejos—, tenía el ayer en los oídos, el
presente en la boca y el futuro en las pupilas...
—Y por eso, por eso se suicidó
prontito. ¡Pruébenla, no lo estén pensando tanto! Está bañada y lavada...
vayan... vayan a su alcoba... por encima se les ve que les gusta la carne muerta...
Arteros y veloces, tras cambiar
una mirada, el zig-zag de los machetes y a cercén las dos manos de la Pita-Loca
cortadas como dos panochas de piedras preciosas, sangrando más por los rubíes y
granates que por sus vasos abiertos...
Desatornillados de sus cabales,
sueltos, ciegos, ensangrentados hasta los codos, por momentos gritaban, por
momentos ladraban, ladrar de perros que se vuelven lobos aulladores y por
momentos, tras aullar, se lamentaban con rugido de fieras. Gritar, ladrar,
aullar, rugir, molerse los dientes, comerse la lengua, tragarse la realidad,
perdido el empeño, el sostén, la duda...
—No murió... no murió la bella de
Machitán... —lloraban a carcajadas... sin poderse borrar de los ojos la visión
de aquel cuerpo de tabaco blanco, momificado, que la Pita-Loca perfumaba para
que la gozaran borrachos o sonámbulos...
Una anciana, pelo de pluma
blanca, les detuvo al salir de la ciudad que de noche, dormida, no tenía pies.
—¿El camino buscan? —inquirió.
A lo que los Matachines, machete
en mano, preparados siempre para abrirse paso a filo y muerte, contestaron:
—¡Por la Gran Atup que eso
buscamos... el camino de regreso... tenemos que machetearnos hoy mismo...
quitarnos la vida en la plaza de Machitán!
—Para eso son matachines...
—Para eso son matachines...
—Sí, señora, para servirla...
—¿A mí...? jiji. —su risita olía
a trapo quemado—, la muerte no me sirve... jijiji!
Luego adujo:
—El camino de los Matachines se
acabó...
Chitanam, sin darse cuenta que
aquello significaba que para ellos era llegado el fin, bromeó:
—¿Qué debemos asar para que siga?
—Asar nada. Hacer mucho. Hacer
que les crezca el pelo, salvo que tengan a alguien que les dé su cabellera para
hacerse el camino.
Tamachín suspiró:
—¡Tenemos... más bien teníamos,
señora, pero se quedó sin camino antes que nosotros!
—Lo sé, yace dormida en la casa
de la Pita-Loca, sobre una almohada negra de siete leguas de ríos hondos, justo
lo que les falta a ustedes para llegar a Machitán. Sí se volvieran a pedirle
prestados sus cabellos.
—Es imposible —exclamaron,
mostrando a la vieja las manos de la maldita alcahueta con los dedos en túneles
de piedras preciosas hasta las uñas.
—Se le cortan las manos a la
riqueza malhabida —dijo la anciana horrorizada—, peto es inútil, es inútil, le
salen nuevas manos...
—¡Apártate... —enarboló el
machete Tamachín—, cola del cometa que anda donde no se ve, ya respiras poquito
como todos los viejos, pero te juro que vas a respirar más poquito, si la
muerte no nos lleva a miches hasta Machitán!
La anciana desapareció y les fue
concedido. Sobre un galápago formado con dos omóplatos sin colchón, es dura la
jineteada final, llegaron al lugar en que debían cumplir su juramento. Al bajar
de tan frágil como fuerte cabalgadura de huesos, la muerte mostraba sus dientes
descarnados.
—¿De qué te ríes...? —le
preguntaron.
Y la respuesta lacónica:
—De ustedes...
No la oyeron, no les importaba.
Ataviados para el duelo: camisas blancas, sus mejores camisas, puños, pecho y
cuello alforzados, pantalones blancos, sus mejores pantalones, manos y caras
teñidas de blanco, cambiaron una mirada de amigos enemigos y lanzaron sus
machetes al aire. Estos cayeron enterrados de punta, uno frente a otro, pulso
de matachines, señalando el lugar que le correspondía a cada uno en el terrible
encuentro. A Tamachín le quedó el sol en la cara, a Chitanam en la espalda.
Tamachín pensó: Chitanam me
aventaja, el sol no lo encandila. Chitanam pensó:
Tamachín salió ganando, a la luz
del sol me ve mejor.
Mientras tomaban sus machetes, un
perico pasó volando sobre sus cabezas.
—¡Tamachín... chin... chin...
matachín! —decía festivo y regresaba más gozoso—.
¡Matachín... chin... chin...
Tamachín!
Luego se iba, luego volvía:
—¡Chitanam... tam... tam... Machitán!
¡Machitán... tam... tam… Chitanam!
—¡Por la Gran Atup que esto se
acabó! —gritó Tamachín enfurecido, el machete en alto, yendo tras el perico que
seguía en sus burlas...
—¡Matachinchín, matachín!...
¡Matatamtam, Machitán! —verde, alegre, jaranero—.
¡Matatamtam, Machitán! ...
¡Matachinchín, Matachín!
Y volando, volando, tam-tam y
chin-chin... chin-chin y tam-tam..., sacó de la plaza convertida en palenque a
los matachines de Machitán que lo perseguían con sus machetes.
—¡Matachines al fin! ... —dijo
alguien, no el perico. Alguien. Sólo se le miraba el hombro y en el hombro,
posado el perico.
—Atalayandítolos estuve, para que
no se mataran, pero se me pasaron. Sin duda el baile del llueve pies y pies y
pies los hace invisibles, y por eso mandé a traerlos con el perico.
Este, al sentirse aludido, echóse
hacia atrás, abierto de patitas y alivió la tripa soltando un gusanito de
estiércol en el hombro del hombre del hombro.
—¡Y por virtud de ese gusanito
—gritó el perico, esponjándose como una lechuga avergonzada—, salvarán el
pellejo Tamachín y Chitanam, y seguirían bailando el llueve pies y pies y pies
en Machitán!
—Salvarla del todo, no —dijo el
hombre del hombro—, se les dejará la vida por algún tiempo, si no hacen lo que
hacen, derramar sangre.
—¡Matachines al fin! —recalcó el
perico.
—Al entendido por señas —alzó la
voz Tamachín, montando en cólera—, cobardía y excremento de perico es igual, y
a ese precio no queremos la vida los matachines de Machitán.
Si el hombro del hombre no
desaparece y el perico no vuela, los parte en dos el machete de Tamachín.
El filo vindicativo cortó el aire
y dio en el pie de alguien. Un pie sin sangre, negro, peludo y con las uñas de
punta. Un pie cortado, no de un tobillo, sino de un chillido desgarrador. Lo
recogió Chitanam sin detener su paso. Volvían a la plaza de Machitán a reanudar
el desafío, interrumpido por la presencia del perico, volanderas las alas de
sus sombreros blancos como sus ropas, las caras y las manos espolvoreadas de
envés de hoja de encino blanco, extraños personajes de ceniza que llevaban
sobre el pecho, amuletos de muerte y pedrería, las manos cercenadas de la
Pita-Loca,. Cada uno una mano, y a flor de labio, en la resaca de su palabrear
de condenados a muerte, la letanía del no murió... no murió... no murió...
martillado para aminorar su culpa o porque en verdad creían que los que no
mueren donde nacen, no son muertos, sino ausentes, doblemente ausentes como
aquella que tuvo el ayer en los oídos, el hoy en los labios y el mañana en los
ojos.
Todo inútil, inmensamente inútil.
Qué feroz desatino rodarse de preguntas sin respuesta, desimantados,
incongruentes, tránsfugas, perjuros, atragantándose con llanto, al cuello el
peso muerto de las manos hinchadas como sapos y reverberantes de oro y gemas de
la maldita alcahueta.
—¿Me lo devuelves.., es mi pie...
es mío! —dijo por señas y visajes a Chitanam, un mono por su color bañado en
espuma de hervor de café.
—Si te sirve... —contestó aquél y
se lo devolvió.
¿Qué puedo hacer por los señores?
parecía preguntarles con sus fiestas el saraguate coludo, todo ojos a las reliquias
que colgaban sobre el pecho de los Matachines Se les adelantaba cojeando, los
miraba y volvía a ver atrás. Cojeando, cojeando, no se puso el pie, rechinaba
los dientes y volvía y volvía la cabeza.
Los alcanzó a pasos despeñados,
el gran Rascaninagua.
—Porque sueño con los ojos
abiertos creen que yo sé cosas —canturreaba—, creen que yo sé cosas, porque
sueño con los ojos abiertos... ¿Y los señores... —enfrentóse a los Matachines—,
quiénes son, cómo se llaman?... ¡Ah! ¡ah!... —se fijó mejor en ellos—, son los
Matachines de Machitán.
El mono sentado en el suelo,
empezó a quererse pegar el pie, antes que el gran Rascaninagua le preguntara
por qué travesura se lo habían cortado. Revolvía saliva, tierra y chillidos.
—¡Telele, dejé de chillar!
—amenazó Rascaninagua con el bastón en que se apoyaba, al saraguate. Luego
volviéndose a los Matachines, en tono autoritario: —Mis amigos, en estos cerros
no se debe derramar sangre...
Se limpió la boca con el envés de
la mano. La palabra sangre mancha los labios de solo pronunciarla e inquirió
con sus ojos perdidos en hojarasca de siglos, la impresión que causaba su
mandato de «no más sangre» en aquellos que vivían sólo para eso, para derramarla.
—Y si no derramamos sangre, de
qué hemos de vivir... —se adelantó a responder, en tono interrogativo,
Chitanam—, y lo peor es que ahora estamos comprometidos, por juramento, yo a
derramar la sangre de Tamachín y Tamachín la mía.
—Pero eso puede evitarse...
—sacudió la cabeza Rascaninagua.
—¡Imposible! —gritaron, aquéllos.
—No hay imposibles en mis
cerros...
—Si pudiera evitarse. —apresuró
Chitanam, esperanzado, no las tenía todas con la muerte, y menos a machetazos.
—¡Con un revuelto de cobardía y
caca de perico... —engallóse Tamachín —, ja, ja... —soltó la risa, para añadir
en seguida: —La bella de Machitán nos espera más allá de la vida y debemos
juntarnos con ella...
—¿Y por qué los dos? — frunció
las cejas al preguntar Rascaninagua.
—Fue el amor lo que la perdió, el
amor que sentía por nosotros dos —explicó Chitanam—, no se decidió por ninguno
y cayó en poder de todos los que no la querían...
—Y... si cumplen el juramento de
reunirse con la bella de Machitán, sin morir del todo, qué les parece —planteó en
tono agorero y familiar Rascaninagua.
El mono, medio dormido, soltaba
largos suspiros. Se había pegado el pie. Los Matachines dudaban de sus ojos.
Cómo creerlo. Saliva, tierra y chillidos, qué mejor pegamento.
—Morir sin morir del todo...
cumpliríamos nuestro juramento y seguiríamos vivos...
—pensaba sin decirlo Chitanam
—Pero hay una condición
—Rascaninagua adivinó lo que éste pesaba con la sutil balanza de las
probabilidades—, una sola condición. No se derramará más sangre en Machitán. La
sangre de los Matachines será la última.
—Lo que nos mandes haremos con
tal dé morir sin morir —habló Chitanam esperanzado, cada vez cada vez más
esperanzado—. Cumplir nuestro juramento y no irnos de la vida...
Tamachín guardó silencio. Telele
y Rascaninagua le resultaban sospechosos. Apretó las quijadas y se mordió el
pensamiento. Los Matachines, ella lo dijo siempre, son valientes para dar la
muerte, pero no para morir. Este zandunguero quiere hacernos creer que moriremos
sólo aparentemente. Así nos da valor para matarnos. Las palpitaciones del
corazón le cosían los labios. Al fin logró hablar:
—Nada se pierde con hacer la
prueba —murmuró Chita, que seguía no teniéndolas todas con la muerte.
—¡Todo se pierde... —se oyó la
voz de Tamachín, vozarrón metálico, duro—, todo se pierde escuchando
embusteros! Telele bailaba, saltaba, sin que pudiera saberse cuál de los dos
pies se había pegado con saliva y tierra.
—En fin agregó Tamachín, lo
desarmaba el prodigio de ver al Mono con los dos pies—, oigamos cómo es eso de
morir, sin morir de veras...
—¡Quieto, Telele! —gritó Rascaninagua
al saraguate que no dejaba paz—. ¡No pudiendo ser dios, es bailarín! —explicó
sonriente, antes de endurecer la cara para anunciar a los Matachines, pétreo y
solemne, que les daría dos talismanes, uno a cada uno, para que a su conjuro
pudieran volver a la vida desde el mar de las sustancias.
—El instinto de conservación
—prosiguió Rascaninagua— es el gran perro mudo, fiel cuidador de lo carnal del
hombre, de su cuerpo, de su integridad, desde hacerle presentir los peligros
hasta defenderlo ferozmente; luego viene el nahual o espíritu protector de su
ánima, su doble, el animal que lo sostiene siempre, que no lo abandona nunca,
que lo acompaña más allá de la muerte; y por último la poderosa combustión de las
sustancias de que está hecho lo vital, la vibración más íntima del ser, o sea
el tono.
Hizo una pausa y siguió:
—El señor —se dirigió a Tamachín
que despedía, colérico, negras llamas por los ojos—, el señor es de tono
mineral y le corresponde y le entrego el frágil talismán de talco en forma de
espejo de hojas de sueños superpuestos. Cada una de sus hojas dura nueve
siglos, novecientos años. Cada nueve siglos tendrá Tamachín que cambiar de hoja
para seguir vivo en su profunda sustancia mineral. Trescientos millones de
espejos de talco, contando sólo la primera lámina, arrebatarán su sombra, para
mantenerlo vivo, de la sombra de la noche.
Rascaninagua puso la mano en el
hombro de Chitanam:
—En cambio, el amigo es de tono
vegetal y le entrego el talismán agua verde, sangre de árbol, en este trozo de
raíz de ceiba, para que navegue, después de muerto, en la sangre verde de la
tierra, y vuelva cuando quiera a su forma corporal. Es por virtud de mis
talismanes que los Matachines seguirán vivos en lo más íntimo de sus
sustancias, piedra será Tamachín, árbol será Chitanam.
—¡Vengan los talismanes!
—gritaron esperanzados y exigentes los Matachines.
—Pero, para llegar a ser
indestructibles y salvarse de la nada usando una energía rudimentaria, más
fuerte, sin embargo, que el instinto de conservación y el nahual o animal
protector, deben evitar ser heridos en su forma mineral y vegetal, buscar lo
más profundo de las selvas y los barrancos, para que nadie los toque, no
separarse nunca y jurar que su sangre es la última que se derrama en Machitlan.
La plaza de Machitán negreaba de cabezas
humanas. El desafío de los desafíos. Las torres y el frente de la iglesia, las
ventanas y los techos de las casas, los árboles, todo era una sola cabeza. Los
vecinos principales asomados a sus balcones. En las esquinas, hombres a caballo
con espuelas que sonaban a lluvia dormida. A lo largo de las aceras, piñas de
comerciante s que ofrecían refrescos, comidas, cocos de agua, dulces, frutas y baratijas.
Silencio expectante, más bien
expectorante. Todos, a pesar del momento que se vivía, tosían, gargajeaban...
Salieron a la plaza los
Matachines seguidos de comparsas abúlicas que llevaban esqueletos de culebras,
gallos degollados, cueros de tigrillos, jaulas de hilos con pajarillos
minúsculos, pielepajarillos minúsculos, pieles de oveja, aves hipantes,
cascabeles de serpientes, cuchillos- de
sacrificio con la forma del Árbol de la Vida, y afilados por la risa de Tohil,
afilador de obsidianas, calaveras pintadas de colores, azules, verdes,
amarillas, cornamentas de venados...
Los Matachines ocuparon los
lugares que los machetes arrojados al aire les señalaron, al caer de punta y
clavarse en la tierra, y sin más esperar se alzó la voz de Chitanam. Pedía que
le dieran por ataúd el árbol hueco que ahora sonaba con cien lenguas de madera.
Dormir su último sueño en un tun. Que un tun fuera su tumba, su tumba
retumbante.
Luego habló Tamachín. Pedía que
lo enterraran en una piedra cavada a su tamaño y, sin decir más, empezó su
última danza de pies y pies y pies...
¡Chin-chin-chin...
Matachín-chin-chin...!, pies y pies y pies... lluvia de pies y pies y pies... ¡Tamachín-chin-chin,,...
chin-chín Tamachín…Tamachín-chin... Tamachín!
¡Tam-tam-tam...
Chitanam-tam-tam...! —empezó Chitanam su última danza, su, llueve pies y pies y
pies... Antes gritó su proclama, los
machetes al aire como peces de sol : no iban al encuentro de la muerte, sino de
la bella de Machitán... pies y pies y pies... lluvia de pies y pies y pies...
No se hizo esperar. la proclama
de Tamachín:
¡Un nudo de amor de tres, no se
puede desatar...! En el eco se oía: ...no se puede desandar...!
¡Es lo que pasa, Chitanam, cuando
nacen dos hombres para una mujer!
—¡Es lo que pasa, Tamachín,
cuando nacen dos hombres para una mujer!
Pies y pies y pies... pies y pies y pies... lluvia de
pies y píes y pies... golpe... quite... golpe... quite... chocando los
machetes... plin... plan... golpe de Chitanam... plan... pila... golpe de
Tamachín... plan... plin... plan... quite y golpe de Chitanam... plin..,
plan... plin... golpe y quite de Taniachín... los machetes chocando... pies y
pies y pies... lluvia de pies y pies y pies... plin... plan... golpe de
Machitán... plan... plin.., quite de matachín... golpe... quite... golpe...
quite... sin herirse para prolongar la danza... el llueve pies agónico... pies
y pies y pies... pies y pies y pies... no hay quite sin quite... no hay golpe
sin golpe... plan... plan... al quite... al quite, Chitanam... al golpe,
Tamachín, al golpe, al golpe, al golpe, Chitanam... al quite, al quite, al
quite, Tamachín... pies y pies y pies... pies y pies y pies... piesip... es...
piesip... es... tambaleantes.., heridos de muerte... un puntazo al corazón...
por la tetilla..
Trapos ensangrentados... nada más
sus camisas... nada más sus
pantalones... sus fajas coloradas... su caites... sus sombreros...
Eso se enterró... sus trapos...
no sus cuerpos... se hicieron invisibles...
Sus trapos ensangrentados y sus machetes, en un árbol
resonante y en una roca de gesto doloroso ...
Días, meses, años... Chitanam
transformado en un caobo inmenso y Tamachín convertido en una montaña, se
reconocieron:
—¡Tam-tam, Chitanam!
—¡Chin-chin, Tamachín!
—¡Tam-tam, harás uso de tu
talismán?
—¡Chin-chin, Tamachín hará uso de
su talismán!
—¡Tam-tam, volverás a Machitán?
—¡Chin-chin, volveremos,
Matachín!
Un machetazo rasgó el cielo de
miel negra. Heridos caobo y peñasco por el rayo, no pudieron hacer uso de sus
talismanes, volver a set los Matachines de Machitán. Lluvia fermentada Ebriedad
de la tierra. Los ríos borrachos de equis en equis zigzagueantes. Los árboles
bamboleándose borrachos. La ebriedad del mineral es el vegetal. Los minerales
son vegetales borrachos. La borrachera del vegetal es el animal. Los animales son
vegetales alucinados, delirantes...
Rascaninagua, seguido del mono
que lucía sobre su pecho peludo las manos enjoyadas de la Pita-Loca, asomó con
el cuerpo intacto de aquella que en vida tuvo oídos rumorosos de ayeres, labios
de brasas que ardían en presente y ojos de adivinaciones futuras.
La traía en brazos. Pesaba menos
que el humo, menos que el agua, menos que el aire, menos que el sueño.
Un ataúd de caoba. Un peñasco de
sangre. El nudo de las tres vidas.
Porque sueño con los ojos
abiertos creen que yo sé cosas... Astros materiales se deshojó la noche del
destino.